De cuando el coche eléctrico reinaba en carreteras de tierra
La industria del automóvil eléctrico es una de las más punteras y modernas y ha alcanzado grandes logros hasta el día de hoy, tal y como se ha podido comprobar en el pasado Eco Rallye Mallorca - Inca Ciutat
El coche eléctrico nos parece el no va más de la modernidad y la tecnología punta. Cada vez salen al mercado nuevos y mejorados modelos que prometen estar a la última. Conectividad total, asistentes a la conducción con realidad aumentada, asientos calefactables,... Los extras ocupan una lista tan extensa como la sensación de modernidad que producen en el usuario. Sin embargo, el coche eléctrico dista mucho de ser un invento reciente, ni siquiera moderno.
Ya muchos visionarios intuyeron el hueco que este tipo de vehículos tendría en el mercado y en nuestras vidas y desarrollaron algunos prototipos, que a veces logran arrancarnos una sonrisa, pero que en su tiempo fueron fenomenales avances en el camino hacia la movilidad eléctrica. Además, quién sabe si los conductores del siglo XXII no sonreirán de la misma forma al ver lo que usamos hoy en día para desplazarnos.

Sorprenderá a muchos saber que el coche eléctrico fue líder de ventas ya hace más de 100 años. Y es que durante los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, el coche eléctrico gozaba de una amplia cota de mercado y de gran popularidad entre los pocos que, por aquel entonces, podían permitirse un vehículo a motor. Eran tiempos en los que el motor de combustión interna aún no era del todo eficiente y no tenía rival frente al eléctrico o el de vapor.
Nada menos que en 1828, el sacerdote húngaro Ányos Jedlik desarrolló un sencillo modelo de motor eléctrico y con él creó un rudimentario automóvil. Pocos años después, el invento fue algo perfeccionado en Países Bajos por Sibrandus Strat y Christopher Becker, pero aquel prodigio de la tecnología tenía una autonomía más que limitada y usaba unas baterías que no era posible recargar. Este factor retrasó hasta 1859 la aparición de los primeros coches con baterías recargables, que ya abrían una vía para que el invento fuese realmente práctico. Fue el físico francés Gastón Planté quien obró el milagro gracias a su batería recargable de plomo-ácido, que con el paso de las décadas fue objeto de mejoras tanto en su capacidad como en su vida útil.
Fueron aquellos unos años de locos prototipos expuestos en ferias internacionales. Sus inventores se aventuraban a pilotarlos por las calles, pero su fiabilidad y seguridad dejaban mucho que desear. No fue hasta 1884 cuando el inglés Thomas Parker comenzó a producir en serie un coche eléctrico. No deja de resultar curioso el que uno de los factores que llevó a este inventor a desarrollar esos vehículos fuera la preocupación por los efectos nocivos de los humos del transporte de la época, aún basado fundamentalmente en el carbón.

En otros países europeos, como Francia o Alemania, el nuevo invento tuvo sus réplicas y los avances técnicos se aplicaron también al transporte colectivo o al especializado, como los trenes de las minas. La popularidad de estos coches eléctricos fue tal que ya por aquel entonces se organizaban competiciones de velocidad y autonomía entre ellos. Tanto fue así, que la barrera de los 100 km/h fue rota en abril de 1899 por uno de estos coches: el diseñado por Camille Jenatzy. Incluso el aclamado Ferdinand Porsche construyó un coche eléctrico con tracción a las cuatro ruedas.
A partir de estos logros, el interés general por el transporte eléctrico aumentó, viviendo una época dorada entre la última década del siglo XIX y la primera del XX. Londres fue la primera gran urbe que contó con una flota de taxis eléctricos, apodados por los londinenses como los ‘colibríes’, por el zumbido que emitían al circular. En ese mismo año, hasta doce coches eléctricos comenzaron a transitar por las calles de Nueva York.
En aquellos años se había venido sucediendo una gran cantidad de mejoras en los motores de combustión, que eran cada vez más rápidos, eficientes y reducidos. Con estos adelantos apareció incluso el primer híbrido eléctrico y gasolina. Fue puesto en circulación en 1911 por la Woods Motor Vehicle Company de Chicago, pero su alto precio y poca velocidad hicieron que fracasara. Las cifras en aquellos años aún eran favorables a los eléctricos, con cerca del 40 % de la cota de mercado frente al 22 % de los de gasolina, llegando a haber en Estados Unidos casi 34.000 unidades eléctricas, pero diversos cambios contribuyeron al declive de su popularidad.
Por un lado, a pesar de que una cantidad cada vez más grande de hogares tenían suministro eléctrico, se evidenciaban cada vez más las limitaciones a la hora de cargar las baterías, que no pudieron superarse a pesar de algunos intentos de servicios de dispositivos intercambiables. Por otro lado, la mejora de las carreteras facilitaba desplazamientos más largos, que el coche eléctrico no podía afrontar, y requerían de una mayor velocidad, que era por entonces solo una quimera para esta energía. La industria del petróleo descubrió por aquellos años la existencia de bastas reservas mundiales de este material, lo que abarató enormemente los combustibles derivados del ‘oro negro’.
La puntilla a aquel mercado llegó con Henry Ford y su fabricación en cadena de coches de gasolina. Los costes se redujeron abismalmente y en aquellos años los coches eléctricos que aún se fabricaban llegaron a venderse por el doble de precio que uno de gasolina. Durante la segunda década del siglo XX, todos los fabricantes fueron cesando la producción y los motores eléctricos quedaron relegados a ciertos usos en los que sus limitaciones no eran un obstáculo. El humo de los combustibles fósiles se abrió paso.
¿Motor eléctrico o motor de gasolina? Una cuestión más en las luchas de género
El coche eléctrico fue muy importante a nivel social. Precisamente por ello sufrió también uno de los problemas más habituales en muchos aspectos de esa sociedad: la desigualdad de género. Frente al coche con motor de vapor, que requería hasta 45 minutos de preparativos antes de echarse a andar y el de motor combustible, que había que arrancar dando vuelta a una dura palanca y que requería de un cambio de marchas, el motor eléctrico era sencillo, práctico y lento, condiciones ideales para que fuera visto por algunos como ‘femenino’.

Algunos fabricantes y vendedores comenzaron pronto a usar como argumento de venta que el eléctrico no era el coche ideal para un conductor, sino para su mujer. De nada servía que el coche eléctrico no vibrara, fuera sencillo y cómodo de conducir, no emitiera humos y apenas produjera ruido. Si no bramaba, si no corría y no ensuciaba, era un artilugio propio del género femenino. Tanto fue así que incluso algunos fabricantes colocaron radiadores en los frontales para disimularlos y evitar a sus propietarios masculinos la vergüenza de conducirlos.